Capítulo 2

La batalla de Inkerman

Finales de noviembre, hospital de las barracas, cuartel de Scutari

Alex intentó moverse, pero el lacerante dolor de la pierna izquierda acompañado del intenso dolor que sufría el resto de su cuerpo le recordaron que, lamentablemente, no estaba muerto. Sus dolencias le decían claramente, y a gritos, lo contrario. Estaba muy vivo, aunque no sabía dónde. Las lejanas voces en su conciencia fueron tomando forma, poco a poco, hasta que consiguió apartar la neblina en la que se encontraba sumergido para volver al mundo de los vivos y escuchar, con claridad, la conversación que dos personas mantenían a su lado.
—¡Fue francamente terrible! —relataba una voz masculina y profunda—. El día era muy frío y estaba muy oscuro debido a la intensa niebla. Los hombres estaban ateridos y la infantería no solo tuvo que luchar contra esos cerdos rusos, sino que también tuvieron que hacerlo contra la nieve, el fango y la sangre de sus propios congéneres. Fue una batalla cuerpo a cuerpo muy dura, con asaltos de bayoneta contra posiciones de artillería.
—¡No quiero ni tan siquiera imaginarlo! —exclamó la dulce voz de una joven, que Alex comenzó a reconocer como familiar—. ¡Esto no debería haber ocurrido!
—¡La culpa la tienen esos rusos malnacidos! —increpó el hombre—. Pero les hemos dado su merecido. El general Ménshikov ha tenido que huir con el rabo entre las piernas —expresó con orgullo.

Alex se alegró de estar de espaldas a los dos interlocutores y mirando hacia una pared. De lo contrario, hubiesen visto cómo sus ojos se abrieron desmesuradamente y con brusquedad, al oír las nuevas de boca de… ¡un inglés! ¿Dónde demonios se encontraba? Por no hablar de los gritos y lamentos agónicos de personas que se oían muy cerca de él, como si los estuviesen torturando. ¿Lo habrían hecho prisionero?
—¿Y a qué precio? —demandó la joven con un tono de cierto enfado—. ¿De qué sirven todas estas muertes? Además, según he oído, nuestros regimientos están exhaustos y los soldados llegan por millares a nuestros hospitales. No podremos hacer frente a todos esos pobres heridos. Por no hablar de la tormenta que ha acaecido y que está matando a miles de personas.
—Sí —comentó el hombre con aflicción—, la galerna ha sido terrible —dijo pensativo—. Ha sido muy inesperada y ha llegado en el peor momento.
—¡Eso! La galerna de la que todo el mundo habla, ¿qué ha sido exactamente eso? —preguntó Anna interesada.
—La galerna es un temporal súbito y violento —comenzó a explicar el comandante—. No se dan muchas. Al menos, que yo sepa. Y esta, desde luego ha favorecido, sin lugar a dudas, a esos soldados rusos. Ha sido de las peores de las que yo haya oído hablar.
—Pero, ¿cómo puede decir eso, si a ellos también les ha afectado? —dijo con angustia—. Han muerto muchos soldados de ambos bandos debido al mal tiempo.
—¡Anna, no lo comprende! —intentó explicar el hombre—. Fue una tempestad terrible que hizo descender las temperaturas más de doce grados en menos de media hora, con unas lluvias acompañadas de un belicoso granizo y unos vientos tan intensos que han devastado nuestros campamentos y han dejado expuestos a nuestros hombres y nuestros caballos. La mayor culpa de nuestra deplorable situación se debe a que ese maldito temporal ha hundido buena parte de nuestra flota porque la mar pasó, en minutos, a ser tan gruesa que parecía montañosa. Esos barcos venían cargados con nuestros víveres para el invierno. El Príncipe, uno de nuestros navíos más modernos, ha naufragado, y se calcula que han perdido la vida más de mil quinientos soldados en la furiosa tormenta. Todo ello ha retrasado nuestro asalto a Sebastopol y ahora se nos echa el invierno encima. Y el invierno aquí, con este clima endemoniado, es el gran aliado de los malditos rusos. Ellos soportan estas temperaturas y estos temporales de una manera increíble.
—Entiendo que ellos estén más acostumbrados a este clima, pero sus bajas han sido muy superiores a las nuestras, según tengo entendido.
El hombre tomó aire, dándose por vencido.
—Anna, ¿qué puedo decirle? —dijo derrotado—. Usted es tan solo una civil, y es por eso que no puede comprender nada de lo que ocurre. Además, su compasión por el prójimo también le impide ver la cruda realidad de la guerra. Puede que sea por eso por lo que todas ustedes son vistas por los oficiales médicos como personas non gratas.
“¿Compasión? ¿Oficiales médicos? ¿Heridos? ¿Estaría Alex en un hospital inglés?”.
El comandante se incorporó de la improvisada banqueta en la que se había sentado, al ver a la joven. Se había acercado para poder charlar un rato con ella.
Anna había bajado la vista, resentida por las palabras del comandante.
—La dejo con sus quehaceres, que no son pocos.
—Disculpe si le he ofendido, comandante —dijo con verdadero arrepentimiento, ya que no quería granjearse la enemistad de la única persona, fuera de su grupo de enfermeras, que se había dignado a tratarla aunque solo fuese con un mínimo de respeto y educación.
—No me ofenden sus palabras, Anna. Es su opinión y se merece todo mi respeto… aunque no la comparta.
Eso le hizo ganarse una bella sonrisa por parte de la enfermera que alegró el día del comandante. Desde que la vio por primera vez en aquel pasillo, tan bella y tan valiente, trabajando sin descanso y dispuesta a encararse con aquellos camilleros turcos, había quedado prendado de ella. Llevaba varios días acercándose a conversar con ella y ya había descubierto que no era una joven fácil de dominar. Tenía un carácter fuerte y las ideas muy claras con respecto a la guerra y al sufrimiento humano. Sí, esa chica le agradaba sobremanera, y él se había propuesto conquistarla. Aquella belleza sería su mayor triunfo en aquella endemoniada guerra y se la llevaría de regreso a Londres como trofeo.
—Gracias por su comprensión.
—Nos vemos, Anna.
El comandante se alejó de allí y Anna se volvió hacia su paciente para aplicarle los cuidados oportunos. Llevaba varios días delirando, y todavía no lo había visitado ningún médico. Aquello era algo habitual, dadas las ínfimas condiciones en las que se encontraban. Los soldados podían pasar semanas sin que ningún médico les visitara o evaluara. Pero, en esta ocasión, no era lo que más le preocupaba a la joven enfermera ya que, en sus delirios, el soldado hablaba sin cesar en ruso y de descubrirlo lo hubiesen fusilado allí mismo, como habían hecho con otros prisioneros. Anna se las había ingeniado para llevar al soldado a una de las salas que estaban acondicionando ellas, en vista de las deplorables condiciones higiénicas del hospital. Había cosido un saco limpio, lo había rellenado de paja y había acomodado a su soldado en la esquina más apartada de la sala, cerca de una ventana. Cuando giró a su paciente para revisar su estado, su sorpresa fue mayúscula al encontrárselo con los ojos abiertos.


Alex había escuchado toda la conversación casi con la respiración contenida y, ahora, deseaba obtener más información de lo que estaba ocurriendo a su alrededor. ¿Sería cierto que habían perdido en la batalla de Inkerman? ¿Habría acontecido una galerna que había retrasado a los ingleses en su asalto a Sebastopol? Esperó a que el hombre se marchara para enfrentar a su bonita auxiliadora, si es que sus recuerdos eran acertados. Así pues, cuando ella comenzó a girarle, mientras todo su dolorido cuerpo clamaba porque lo dejaran tranquilo, se preparó para la farsa que había pensado interpretar si sus sospechas de hallarse en un hospital británico eran acertadas. Pero, por un pequeño instante, se olvidó de todo al contemplar de cerca la preciosa mirada de la joven que recordaba en la neblina de sus delirios. Su mente le había traicionado, pues su ángel era aún más bello de lo que él recordaba.
Anna quedó deslumbrada por el intenso azul de aquella mirada y, aunque quiso hablar, no se atrevió por miedo a que el soldado no la comprendiese. Lo último que quería era asustarlo, al saberse en un hospital inglés, y que cometiese una locura.
—¿Dónde estoy? —preguntó el joven, con voz pastosa y ronca, debido a la sed y las largos días sin hablar.
La impresión de la enfermera se tradujo en una cara de auténtico desconcierto. El joven soldado había preguntado aquello con una naturalidad y un inglés tan perfecto, que la dejó sin palabras. Pasados los primeros instantes, y ante la fija y bonita mirada del soldado, Anna reaccionó, incorporándose más sobre él, para que nadie les escuchase, y poder así hablar con cierta intimidad y libertad, mientras le daba un poco del té que tenía preparado al lado.
—¿Puede usted entenderme? —preguntó tímidamente.
Alex abrió los ojos desmesuradamente y todas sus alarmas se encendieron. Estaba claro que se encontraba en un hospital inglés. Al girarse, había podido comprobar la cantidad de catres que se amontonaban en la sala con infinidad de heridos sobre ellos que, entre alaridos, esperaban cuidados. No sabía cómo había llegado hasta allí, pero lo que sí tenía muy claro era que estaba con el enemigo y no estaba en condiciones de desvelar su condición.
—¿Por qué no iba a entenderla? —preguntó en un cristalino y coloquial inglés, haciéndose el sorprendido.
—Es que… usted… en fin, yo… creí que… —Anna no sabía ni qué decir—. ¡No puede ser! —dijo repentinamente, como si la mismísima luz divina acabase de iluminarla—. Yo misma quemé su uniforme, el que traía bajo su capote… y era ruso.
Alex tragó con dificultad y comenzó a pensar a toda velocidad. Aquella joven sabía que él era ruso, pero por alguna extraña razón no lo había delatado. Es más, lo había ocultado, a juzgar por su manera de parecer encubrirlo y no querer que nadie les escuchase. ¿Por qué habría hecho aquello? Sin embargo, el hombre que estaba con ella había hablado con desprecio de sus compatriotas, así pues, el soldado inglés no sabía de su origen. Debía averiguar qué estaba ocurriendo; y decidió ser algo más directo.
—Si cree que soy ruso, ¿por qué no me ha delatado? —preguntó de sopetón, sopesando sus posibilidades y llenándose de coraje para las posibles consecuencias de que le hallaran en un hospital enemigo.
Anna enrojeció hasta las orejas, cosa que hizo que el guapo soldado enarcara ambas cejas, sorprendido.

—Yo… —Anna no sabía cómo justificar su negligente comportamiento—. Yo soy tan solo una enfermera. Intento salvar vidas, no acabar con ellas. —Bueno, al menos, aquello era cierto.
Alex tampoco supo qué responder mientras observaba a la joven. Le parecía preciosa. Un ángel que había acudido en su ayuda. Tenía el pelo castaño y recogido tras una absurda cofia, pero varios mechones escapaban de su agarre y podía apreciar su brillo y ondulada longitud. Tenía los ojos almendrados y castaños claros pero, al acercarse a él, había podido apreciar en ellos ciertos matices verdes, llenos de luz y de vida. Tenía la nariz muy pequeña y respingona, con unos pómulos altos, lo cuales le proporcionaban un matiz combativo al resto de sus dulces rasgos. En cuanto a sus labios… Lo supo desde la primera vez que la había visto; los quería besar: dulces, llenos, redondeados… Alex debió dejar su vista fija en aquella parte concreta de la anatomía femenina, pues la joven se humedeció los labios con nerviosismo mientras se ponía más colorada, si es que aquello era posible.
—La ropa no significa nada, ¿sabe? —dijo intentando romper la vergüenza de la muchacha—. En el campo de batalla tienes que apañártelas como puedes y, si tu ropa está destrozada y, si no tienes nada mejor a mano que la ropa de un soldado ruso muerto…
—Y si no tiene nada mejor a mano que un soldado inglés muerto… se pone usted encima un capote enemigo —contestó con agudeza.
—¡Chica lista! —admitió con una sonrisa, tan perfecta, que Anna creyó dejar de respirar por un momento—. Pero, al menos, admita que podría ser una explicación plausible.
—Podría… —dijo ella de manera casi triunfal—, si no fuese porque habla usted divinamente el ruso.
Alex soltó una pequeña carcajada que le recordó que todo su cuerpo estaba francamente herido y, acto seguido, compuso una mueca de dolor de la que se recuperó enseguida, para continuar con su conversación.
—¿Hablé en sueños? —Alex esperó al asentimiento con la cabeza de la joven con una suave sonrisa—. También hablo divinamente el inglés —expresó con ironía—. Podría ser un patriótico espía inglés.
—¡O un patriótico espía ruso!
Alex quiso ensanchar aún más su sonrisa, pero el dolor de su pecho, cuando intentó reír algo más fuerte, le cortó aquel agradable, aunque peligroso momento con la preciosa joven.
—¡Está bien! ¡Me rindo! —dijo poniéndose ya totalmente serio y comprendiendo que, en cuanto quisiera, podría comprobar su identidad llamando a los oficiales, que no tardarían en averiguar que era enemigo—. ¿Qué es lo que se propone hacer conmigo?
«¿Que qué se proponía hacer con él? ¡Dios! ¡Ni ella misma lo sabía! ¿Qué le iba a decir a él?».
—¿Qué se propone usted? —preguntó recelosa, y repentinamente atemorizada, al darse cuenta de que había encubierto a un enemigo, que bien podría haber llegado allí para ejecutar alguna estrategia militar y matar a muchas personas.
—¿Yo? —preguntó asombrado—. Por lo pronto, pretendo averiguar qué es lo que hago aquí y por qué no estoy o muerto en el campo de batalla o con los míos.
—¿No sabe cómo ha llegado aquí?
—No tengo la menor idea —dijo confuso cerrando los ojos en un intento de esclarecer su mente—. Lo último que recuerdo fue que atacábamos sobre el flanco derecho de las posiciones aliadas al este de Sebastopol. Queríamos impedir que nos sitiasen. Recuerdo que un grupo de infantería, bajo mi mando, quedó aislado como consecuencia de la espesa niebla…, recuerdo la ferocidad de la lucha, el combate cuerpo a cuerpo… y, ¡todo para nada! —Alex suspiró profundamente—. Al menos, no han tomado la ciudad, ¿no? O eso le he oído a su amigo.
—No han tomado su ciudad pero tiene usted razón en algo… ¡todo para nada! ¡No entiendo esta maldita guerra ni ninguna otra! ¡No entiendo la sed de sangre de los hombres y que se ensalce la muerte en el campo de batalla como algo honroso!
Alex observó detenidamente a su joven enfermera con sorpresa. Desde luego, era directa. Y no podía ocultar sus emociones.
—Todavía no me ha dicho qué pretende hacer conmigo —dijo en tono quedo.
—¡Ayudarle a sanar sus heridas! —dijo repentinamente enfurecida—. ¿Sería demasiado pedir a cambio que regresase usted por donde ha venido, sin matar a nadie aquí?
Alex negó con la cabeza con la mirada llena de incredulidad. Tuvo que reconocer que también estaba bien provista de carácter.
—¿Es un pacto de guerra? —dijo tendiéndole, no sin esfuerzo, la mano derecha.
—¡Es un pacto! —afirmó ella estrechándosela, mientras aquel

firme apretón sin importancia mandaba descargas eléctricas a todos

los rincones de su anatomía.

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